viernes, 30 de noviembre de 2012

LA QUE CAE

Recuerdo mi formación como un tatuaje a fuego. No aprendí más matemáticas que las de calcular; ni química, pero aún puedo declinar y conjugar latín. No recuerdo el Derecho Internacional, y si algo se de Civil o Administrativo es debido a un esfuerzo personal, a la preparación de mis oposiciones; sin embargo manejo como herramientas cotidianas de razonamiento y aún de toma de decisiones personales las instituciones de Filosofía del Derecho. Recientemente se me plantea al analizar la realidad tan peculiar que circunda un caso de mecánica filosófico-jurídica que en su momento parecía de laboratorio, y hoy parece llevar camino de ser de lo más corriente. Me explico. A fuerza de Hart, Bobbio y Kelsen a uno le enseñaron a diferenciar entre la validez, la eficacia y la justicia de las normas y también a distinguir de entre estas cuáles eran jurídicas y cuáles no. A riesgo de aburrir, y para centrar lo que quiero decir a continuación con la intención de ser lo más sintético posible, se me enseñó que normas hay de distintos tipos porque sobre el esquema de la orden, de la prescripción de un comportamiento concreto, hay varias respuestas en caso de incumplimiento: si la respuesta era una condena moral o a un Infierno trascendente, la norma era religiosa; si se arriesgaba el incumplidor al ostracismo por no saludar, la norma que prescribía el saludo era social, pero en el Ejército por lo mismo tenías condena, lo que hacía que fuera una norma jurídica. De modo que no era el contenido de la orden sino la respuesta por su incumplimiento lo que caracterizaba una norma como jurídica. A partir de ahí, el siguiente hito analítico era el que enseñaba a diferenciar en la norma jurídica sus calidades de validez, eficacia y justicia: la norma no dejaba de ser jurídica por ser injusta, siquiera por la dificultad de encontrar un acuerdo unánime entre sus destinatarios acerca de cuáles del Ordenamiento eran normas justas e injustas, y al cabo lo suyo era cumplir pese a las reticencias morales; y de igual modo la eficacia no caracterizaba a la norma como jurídica, ya que el hecho de que no hubiera un policía para ver y denunciar cómo un conductor desobedecía un semáforo en rojo no privaba a la norma que dice que tal señal obliga a detenerse de su calidad jurídica; máxime si el policía si está presente. Por tanto, la validez, esto es, el hecho de que la norma fuera promulgada por un Poder Legislativo constitucionalmente habilitado y por el procedimiento previsto al efecto, era lo que calificaba a la norma como jurídica, y justa o no era mejor su cumplimiento para salvaguardar el orden y la seguridad jurídica que garantiza la convivencia, además de no permitir la adquisición de relevancia a los casos de desobediencia no respondidos, ya que por definición dejaban de existir en cuanto se planteaban, y no recibián castigo sólo mientras permanecieran clandestinos. SIn embargo, y este es el pensamiento que me ocupa recurrentemente, había una excepción a este esquema tan limpio: una norma que por el motivo que fuere, pero que en general solo era el de su extrema injusticia, genera un incumplimiento universalizado entre sus destinatarios (de modo que la injusticia universalmente percibida se trocaba en una ineficacia universalmente extendida) si que tenía un problema de validez, ya que el Poder como Hecho Fundante Básico no podía imponer su cumplimiento ni tampoco invocar que hablaba por todos los ciudadanos cuando la promulgó, evidenciando que la Fuerza no era suya sino delegada y que sin ella ninguna validez bastaba para resistir la ineficacia, y menos aún cuando la causa era la injusticia, si ambas, insisto, no eran puntuales. Me decían en la Universidad que la ley que castigase fumar en público con la pena de decapitación instantanea (reducción al absurdo) ejemplificaba el fenómeno. A la vez, pensaba yo, mostraba lo exótico del caso, casi imposible de hallar en la realidad. No pasó mucho antes de que me dijeran que había que pagar por aparcar el coche en cualquier calle, céntrica o no... Imaginé que la desobediencia general a esa norma imposibilitaría su aplicación y sería ejemplo práctico de aquél planteamiento. No se produjo la desobediencia universal, en parte por lo nimio de la agresión y en parte porque se veía que había más sitio para aparcar¡¡¡ Una broma. Pero ahora el millón de familias sin un sólo ingreso, los 300.000 desahucios anuales. el 10% de ciudadanos bajo el umbral de la pobreza, que es el 30% si son menores, los 5.000.000 de parados y subiendo... unidos a la percepción de que los culpables de esa situación no sólo se han enriquecido irresponsablemente con ella, sino que cuando ya han arruinado a todo el mundo y finalmente se han encontrado con que destruir el mercado es como matar a la gallina de los huevos de oro, que sólo enriquece a corto, pero a largo destruye el negocio, van a ser los únicos que reciban ayuda a costa de los arruinados¡¡¡... digo que esas circunstancias unidas a tal percepción no son cosa de broma, y si no se revierte pronto la situación, si al menos no se estabiliza, corremos el riesgo de que el fenómeno descrito se produzca a nivel estructural, esto es, que no una sino cualquiera de las normas jurídicas se empiecen a incumplir por una masa de destinatarios a causa de un estado de necesidad que se traduzca en un perjuicio para el Orden Público. Algún ejemplo: los jueces plantean una huelga y la primera medida que se les ocurre es ejercer su soberana competencia para repartir (y por tanto priorizar) los asuntos, postergando las demandas interpuestas por los bancos, que colapsan el sistema en beneficio de los sujetos más potentes económicamente, que además son los que menos necesitan de él gracias a sus privilegios legales , y son identificados como causantes de la ruina general que acarrea la imposibilidad de cumplimiento de obligaciones que pretenden imponer con auxilio judicial pagado por la ciudadanía, mientras ellos minimizan su aportación a base de paraisos fiscales y normas tributarias desiguales. Incluso algún cerrajero decide no prestar sus servicios en desahucios... El desarrollo del planteamiento, que temo, es el de que al fin no sólo un ciudadano acogotado por su banco deje de pagarle la hipoteca y reciba a tiros a quien quiera sacarle de su casa, sino que siguiendo su ejemplo, otro se lleve a toda la familia al supermercado del corte inglés y salga con el carro lleno sin pagar, proponiendo a los guardias jurados que se planteen impedírselo una dialéctica de armas blancas. En cuanto se junten a la vez diez o doce familias en el mismo supermercado, a ver cómo se les impone el cobro; y para ello basta que ese millón de familias sin ingresos adquieran conciencia de su razón y de la impunidad que acarrearía una actuación colectiva. El riesgo que corremos no es el de la pobreza sino el de la insumisión, y los que más tarde pero más gravemente van a sufrirla son los causantes de la situación, cuya codicia les impide ver. Lo malo es que para cuando eso suceda, ellos habrán visto arruinados sus negocios, pero nosotros habremos perdido la posibilidad de salir a la calle con seguridad, de mandar a los hijos a un colegio o de confiar en que los alimentos de la nevera se conserven a base de un suministro eléctrico constante.Porque empieza a no ser inusual, a no llamar la atención por extraordinario, que un desahucio judicial fracase por resistencia vecinal (ojo, que no hablo del deudor sino de su comunidad)o aún no se inicie por reluctancia del propio Juzgado. Porque el siguiente paso es no pagar los alimentos en las grandes superficies... Y porque a partir de ahí, estamos por ver que ingrese en prisión o siquiera sea acusado el que ha resistido así a la Fuerza Pública. ¿Qué falta para que se borre el límite entre las normas desobedecidas y las respetadas? Casi nada, o peor, factores que ya se dan: la ignorancia supina de una generación crecida en el desprecio por el valor que se requiere que todo individuo aporte a la comunidad para merecer pero también para posibilitar que esta le beneficie con sus ventajas; o, por el contrario, la desesperanza de quien ha jugado según las reglas y ahora ve que no le ha valido de nada porque su vida no cuenta entre las grandes cifras que sirven para que unos sigan mandando y sus lacayos sigan desplazándose en coches oficiales. ¿Qué sucederá cuando un padre no pueda pagar 50.000.- € para interponer la demanda que genere la indemnización que necesita su hijo tras quedar tetraplejico en un accidente, al negarla la aseguradora independientemente de razones, y sólo por la evidencia de que no va a haber capacidad económica que permita la intervención judicial que podría obligar a cumplir su contrato? ¿Qué Ayuntamiento dejará de imponer multas injustas de aparcamiento si para recurrirlas hay que pagar el triple de su coste y además los honorarios de abogado y procurador, con el horizonte de que se ventile el pleito dentro de cinco años durante los cuales y a voluntad podrá cobrar mediante embargos? No es posible que la ciudadanía resista, es cuestión de tiempo. Pese a la secular pusilanimidad del pueblo español, demostrada tras los atentados del 11-M en la urnas, y que sume en la desgracia a todos los que nos vemos bajo el gobierno que nos damos, hay un límite universal constituido por el hambre y el frio, y me parece que las comodidades a las que nos hemos acostumbrado no harán que ese límite sea muy extremo antes de que quiebre el orden público. La generalización de la delincuencia entre los no formados, y de la resistencia entre los que acataron las normas del juego no va a esperar a que los primeros dediquen media neurona a la decisión de tomar a la fuerza lo que su apetito dicte, y lo que es más grave, tampoco que a los segundos les falte comida a la mesa. Pronto el impulso estimulará a los primeros y la simple imposibilidad de pagar la factura del móvil a los segundos. En un caso será el robo con alunizaje, y en el otro, la tranquilidad al no pagar las deudas salvo que ello genere corte de servicios, en cuyo caso, se robarán. No digo que sea justo que se robe una sucursal bancaria para pagar el teléfono o la hipoteca; lo que digo es que puede generalizarse. En realidad, no hay solución posible al problema actual por dos motivos. El primero, por que está mal planteado: no hay una crisis cíclica de la que salir, siendo la incógnita el plazo. Hay un redimensionamiento a niveles económicos naturales tras la quiebra de la artificial hinchazón del aeconomía creada por la codicia bancaria al gestionar el flujo de dinero en torno al negocio inmobiliario, de modo que no bajamos para subir, sino para ponernos donde correspondía en realidad, lo que implica que la subida no será tampoco cíclica, y de hecho no será necesariamente salvo por el esfuerzo de todos agregando valor no especulativo al PIB. El segundo, porque la dirección de las comunidades ciudadanas está encomendada a esa hez mediocre que denominamos clase política. Su inepcia genera una incapacidad para responder a cualquier reto distinto del de perder su moqueta o el iPad; cuando como ahora y por excepción los dirigentes son potentes intelectual y profesionalmente, su deuda con la Banca les impide abordar problemas como el presente de magnitud y estructuralidad. Y ya se sabe que nada hay más peligroso que un enemigo al que no se deja salida, ni más explosivo que un liquido ebullendo sin válvula para expulsar el vapor.

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